sábado, 12 de junio de 2010

Fiebres


No sé lo qué me pasa. Me entran unas fiebres sospechosas y compulsivas. No coinciden en una época del año especial y ni siquiera hace falta que ocurra algo anecdótico en mi vida que me impulse a comportarme como una loca insaciable.


La primera convulsión que recuerdo y quizás la más absurda, fue una mañana de primavera en aquél rastro donde descubrí un broche en forma de flor de color verde agua. Fue verlo y me enamoré, me recordó tanto a mi madre... Y lo hice tan intensamente, que sentí la necesidad de buscarle más familia. Sombra aquí y sombra allá, a punto estuve de llamar al programa de Paco Lobatón, hasta que me acordé que hacía más de una década que no estaba operativo. Así fue que con esa fiebre tan alta le di penita a mis cercanos, y los broches fueron cayendo como estrellitas en la noche de San Lorenzo. Cuando tenía una familia numerosísima que vivía apilada, comenzó mi decepción. A algún sospechoso gurú de la moda se le ocurrió la misma idea y comenzaron a brotar las familias de broches en los escaparates de las tiendas. Perdí el interés, y ese amor que era tan bonito al principio se convirtió en algo tan vengonzoso que tuve que esconder a mi particular familia para que no soportaran tal humillación.




Más tarde fueron los bolsos (y no estoy segura de haberme recuperado del todo) y cuando a mi armario llegó la alegre primavera, hubo quien me dijo: o esas flores o yo. Así que tuve que seguir construyendo mi jardín en la clandestinidad con triquiñuelas y engaños para que no me lo secaran. Se me acababan las excusas: que no te das cuenta? Uy, uy, que este es más viejo que mi abuela. No, no, que este es un regalo de Blanca. Pero, qué dices? este me lo prestó mi hermana...



Pero entonces llegaron a mi vida, los zapatos. Qué digo, los zapatos, las sandalias, las botas y los botines. Y es aquí donde si que me pierdo. Ya no es que enamore. Es que me vuelvo loca de amor. No puedo dormir, no puedo comer, no puede hacer nada, hasta que por fin, me los compro.



Me da igual, de tacón alto, de tacón medio, de cuña, peep toes, plataforma...



No tengo prejuicios. Me gustan negros, blancos, altos, bajos, gruesos, finos...



Yo me los llevo a mi casa y luego ya les busco como pueda sitio.



Me gustaba guardar cada uno en su cajita, pero claro de esa guisa, parecía que en mi habitación se había levantado un extraño tabique de cartón y encima era una muestra evidente de mi superficial adicción. Tuve que renunciar a sus cajas. solamente unos pocos afortunados siguieron disfrutando ese privilegio y los otros terminaron dentro de un enorme baúl pegaditos, pegaditos, tan pegaditos, que se dificulta la labor de búsqueda, lo que hace que en ocasiones algún par pierda el conocimiento.



Ahora estoy con los relojes, que son más fáciles de acomodar, que ocupan mucho menos espacio, pero que son casi siempre mucho más caros.



Necesito que alguien me ayude, que ponga freno a este ritmo alocado y absurdo, sobretodo porque mi casa ni se correponde ni tiene el tamaño adecuado para ser el continente de tan numeroso contenido.




Mientras alguien encuentra la manera de echar una mano a esta cabra sin tambor, me voy a mirar la hora en mi nuevo reloj.